domingo, 15 de abril de 2012

Este cuento lo acabo de encontrar en la red, por lo visto es una historia verdadera, ponía que había que linkearlo pero no sé. Espero me sepan disculpar.
Besos.

Los niños que creían en nada

Rafael R. Valcárcel )

Nadie le daría trabajo con lo vieja que estaba, e indagar 
sobre si disponía de ahorros para montar un negocio
 en toda regla sería una falta de sensibilidad; por no
 decir un exceso de estupidez. Qué hacer cuando
 las carnes te exigen sobrevivir. ¿Pedir limosna? 
Buenos Aires ya no estaba para eso. Tendría que
 ganarse la vida haciendo algo de dudosa moralidad.
 Qué cosa. Qué podría hacer sin perjudicar a la gente. 
Optó por vender aire, como lo hacían miles de empresas, 
pero ella no sería una desalmada. Cobraría montos
 irrelevantes y el aire que daría a cambio no contendría 
un valor superfluo.


Empezaría a venderlo de inmediato
 porque, además, sabía que ningún
 pariente le iba a dar cobijo. 
No los tenía, ni hacia los 
lados ni hacia abajo. 
Hacia arriba, menos. 
Sandra realmente era vieja. 
57 años olvidada en la cárcel 
por haber matado a su marido
 le impidieron procrear. Era él o ella. 
Los moratones acumulados en su 
cuerpo lo demostraban, pero en el
 juicio no valieron. El abogado
 contratado por su suegra era
 de los caros, de esos con influencias.

Desde el 12 de octubre de 2003, Sandra anduvo libre por las 
calles. ¡Vaya mentira! Sus carnes la arrinconaron más que 
nunca. En su estómago tenía aire, pero uno muy distinto del
 que estaba por vender. En la cárcel había aprendido algo 
de magia. Hacía desaparecer objetos pequeños, como 
cigarrillos y monedas. Con una esfera de cristal de cuatro
 centímetros de diámetro no tendría problemas.

Entre la basura, encontró cajas de un tamaño ideal para 
empaquetar, una y otra vez, su única esfera. Sólo le faltaban
 cintas de colores para, en el momento de la venta, atar la caja
 correspondiente y adornarla con un listón. Las consiguió enseguida.

Frente a una tienda de juguetes, interpretando el papel de una
 bruja buena de cuento, atraía la atención de los pequeños con un 
discurso dulce en el tono y seductor en las palabras:
 “Mira esta bola de cristal. Es ligera como el aire. Es mágica.
 Mágica para los que poseen el don. ¿Tú lo posees? No mires
 a tus padres, la respuesta sólo la puede saber uno mismo. 
Meteré esta bola especial en esta caja… así, ¿ves? 
Ahora, ataremos la caja con esta cinta para asegurarnos 
de que se mantenga cerrada hasta que llegues a tu casa. 
Si al abrirla descubres que la bola se ha desmaterializado 
(que ya no está), sabrás que posees el don. Pero la bola 
no habrá desaparecido, sólo habrá cambiado de lugar. 
Habitará dentro de ti para siempre y te será muy útil en 
tus sueños, porque con ella vencerás a cualquier monstruo 
y te ayudará a encontrar mundos llenos de personas y 
cosas bellas y alegres. Dormirás feliz”. Los padres, confiando 
en que la vieja los timase con una caja vacía, se la compraban 
por unas cuantas monedas.

Funcionaba.

El boca a boca hizo cada vez más conocida a la vieja 
de enfrente de la juguetería en  Rivadavia, entre la avenida 
Otamendi y Campichuelo.

A Sandra Febres Queipo se le recuerda como “La bruja de 

la bola invisible”. Murió el 7 de enero de 2005. Ni bien pasaron
dos meses, la juguetería —que no voy nombrar para no 
hacerle publicidad— lanzó un producto con la imagen 
ilustrada de su personaje y con el nombre con el que se
 le conocía. No lo vendieron como esperaban. En 2008 
dejaron de producirlo. Pensaron que la magia de Sandra
 también era comercializable, pero pasaron por alto el truco 
de su éxito. Era la voz de ella, la convicción en su tono, lo que
 agudizaba en los niños el don de creer… de creer que en esa
 nada que encontraban en la caja fuese posible todo.

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