miércoles, 28 de marzo de 2012


Cenicienta Cuentos infantiles políticamente correctos




Cenicienta


Erase una vez una  llamada Cenicienta cuya madre natural
 había muerto siendo ella muy niña. Pocos años después, su padre había
 contraído matrimonio con una viuda que tenía dos hijas .
 La madre política de Cenicienta la trataba con notable crueldad,
 y sus hermanas políticas le hacían la vida sumamente dura, como
 si en ella tuvieran a una empleada personal sin  a salario. 
Un , les llegó una invitación. El príncipe proyectaba celebrar un
 baile de disfraces para conmemorar la explotación a la que
 sometía a los desposeídos y al campesinado marginal. A las hermanas 
políticas de Cenicienta les emocionó considerablemente verse
 invitadas a palacio, y comenzaron a planificar los costosos atavío
 que habrían de emplear para alterar y esclavizar sus imágenes 
corporales naturales con vistas a emular modelos irreales de belleza 
femenina. (Especialmente irreales en su caso, dado que desde
 el  de vista estético se hallaban lo bastante limitadas como 
para parar un tren.) La madre política de Cenicienta también planeaba
 asistir al baile, por lo que Cenicienta se vio obligada a trabajar 
como un perro (metáfora tan apropiada como desafortunadamente
 denigratoria de la especie canina). 
Cuando llegó el día del baile. Cenicienta ayudó a su madre y 
hermanas políticas a ponerse sus vestidos. Se trataba de una
 tarea formidable: era como intentar apelmazar cuatro kilos y
  de carne animal no humana en un pellejo con 
capacidad para contener apenas la mitad. A continuación, vino 
la colosal intensificación cosmética, proceso que resulta preferible
 no describir aquí en absoluto. Al caer la tarde, la madre y hermanas
 políticas de Cenicienta la dejaron sola con órdenes de concluir 
sus labores caseras. Cenicienta se sintió apenada, pero se contentó 
con la idea de poder escuchar sus discos de canción protesta. 
Súbitamente, surgió un destello de luz y Cenicienta pudo ver frente
 a ella a un hombre ataviado con holgadas prendas de algodón y 
un sombrero de ala ancha. Al principio, pensó que se trataba de
 un abogado del Sur o de un director de banda, pero el recién
 llegado no tardó en sacarla de su error. 
-Hola, Cenicienta, soy el responsable de tu padrinazgo en
 el reino de las hadas o, si lo prefieres, tu representante 
sobrenatural privado. ¿Así que deseas asistir al baile, no es cierto?
 ¿Y ceñirte, con ello, al concepto masculino de belleza?
 ¿Apretujarte en un estrecho vestido que no hará sino 
cortarte la circulación? ¿Embutir los pies en unos zapatos de
 tacón alto que echarán a perder tu estructura ósea? ¿Pintarte 
el rostro con cosméticos y productos químicos de efectos 
previamente ensayados en animales no humanos?
 -Oh, sí, ya lo creo -repuso ella al instante. Su representante
 sobrenatural dejó escapar un profundo suspiro y decidió
 aplazar la educación política de la joven para otro día. 
Recurriendo a su magia, la envolvió de una hermosa y 
brillante luz y la transportó hasta el palacio. 
Frente a sus puertas, podía verse aquella noche una interminable
 hilera de carruajes: aparentemente, a nadie se le había ocurrid
o compartir su vehículo con otras personas. Y llegó Cenicienta
 en un pesado carruaje dorado que arrastraba con enorme esfuerzo
 un tiro de esclavos equinos. La joven iba vestida con una ajustada
 túnica fabricada con seda arrebatada a inocentes gusanos, y 
llevaba los cabellos adornados con perlas producto del saqueo de 
laboriosas ostras indefensas. Y en los pies, por arriesgado
 que ello pueda parecer, llevaba unos zapatos labrados en fino cristal. 
Al entrar Cenicienta en el salón de baile, todas las cabezas
 se volvieron hacia ella. Los hombres admiraron y 
codiciaron a aquella mujer que tan perfectamente había
 sabido satisfacer la estética de muñeca Barbie que unos
 y otros aplicaban a su concepto de atractivo femenino.
 Las mujeres, por su parte, adiestradas desde su más tierna edad
 en el desprecio de sus propios cuerpos, 
contemplaron a Cenicienta 
con envidia y rencor. Ni siquiera su propia madre y hermanas políticas,
 consumidas por los celos, fueron capaces de reconocerla. 
Cenicienta no tardó en captar la mirada errante del príncipe, quien
 se encontraba en aquel momento ocupado discutiendo acerca 
de torneos y peleas de osos con sus amigóles. Al verla, 
el príncipe se sintió temporalmente incapaz de hablar con
 la misma libertad que la generalidad de la población. «He aquí -pensó-,
 una mujer a la que podría convertir en mi princesa e impregnar con la 
progenie de mis perfectos genes, lo que me convertiría en la envidia 
del resto de los príncipes en varios kilómetros a la redonda. ¡Y encima es rubia!» 
El príncipe se dispuso a atravesar el salón de baile en dirección a su presa. 
Sus amigos siguieron sus pasos en pos de Cenicienta, y todos aquellos 
varones presentes en la sala que contaban menos de setenta años de 
edad y no estaban ocupados sirviendo copas hicieron lo propio. 

Cenicienta, orgullosa de la conmoción que estaba causando, avanzaba
 con la cabeza alta, adoptando el porte propio de una mujer 
de elevada condición social. Pronto, sin embargo, resultó
 evidente que dicha conmoción se estaba convirtiendo 
en algo desagradable o, al menos, susceptible de producir disfunción social. 
El príncipe había declarado de modo inequívoco a sus amigos
 que tenía intención de «poseer» a aquella Joven mujer. Su
 determinación, no obstante, había Irritado a sus compañeros, ya
 que también ellos la codiciaban y pretendían poseerla. Los 
hombres comenzaron a gritarse y empujarse unos a otros. El
 mejor amigo del príncipe, un duque tan robusto como 
cerebralmente constreñido, le detuvo a medio camino de la
 pista de baile e insistió en que él sería quien consiguiera a
 Cenicienta. La respuesta del príncipe consistió en un rápido
 puntapié en la Ingle, lo que dejó al duque temporalmente
 inactivo. El príncipe, sin embargo, se vio inmovilizado por
 otros varones sexualmente enloquecidos y desapareció
 bajo una montaña de animales humanos. 
Las mujeres contemplaban la escena, espantadas ante aquella depravada
 exhibición de testosterona, pero, por más que lo intentaron, 
se vieron incapaces de separar a los combatientes. A sus ojos,
 parecía que no era otra que Cenicienta la causa del problema, 
por lo que la rodearon dando muestras de una nada fraternal
 hostilidad. Ella trató de escapar, pero sus incómodos zapatos
 de cristal lo hacían casi imposible. Afortunadamente para ella, ninguna
 de sus rivales había acudido mejor calzada. 
El estruendo creció hasta el punto de que nadie oyó que el reloj 
de la torre estaba dando las doce. Al sonar la última
 campanada, la hermosa túnica y los zapatos de Cenicienta
 se esfumaron y la joven se vio nuevamente ataviada con 
sus viejos harapos de campesina. Su madre y hermanas
 políticas la reconocieron de Inmediato, pero guardaron silencio
 para evitar una situación embarazosa. 
Ante aquella mágica transformación, todas las mujeres enmudecieron.
 Liberada del estorbo de su túnica y de sus zapatos, Cenicienta
 suspiró, se estiró y se rascó los costados. A
 continuación, sonrió, cerró los ojos y dijo: 
-Y ahora, hermanas, podéis matarme si así lo deseáis, pero
 al menos moriré contenta. 
Las mujeres que la rodeaban volvieron a experimentar una sensación 
de envidia, pero esta vez enfocaron la situación desde una 
perspectiva diferente: en lugar de perseguir venganza, comenzaron
 desprenderse de los corpiños, corsés, zapatos y demás
 prendas que las limitaban. Inmediatamente, empezaron a
 bailar a saltar y a gritar de alegría, pues se sentían al fin cómoda
s con su prendas interiores y sus pies descalzos. 
De haber distraído los varones la mirada de su machista orgía de 
destrucción, habrían podido ver a numerosas mujeres ataviadas
 tal y como normalmente acuden al tocador. Sin embargo, no 
cesaron de golpearse, aporrearse, patearse y arañarse hasta
 perecer todos, desde el primero hasta el último. 
Las mujeres chasquearon los labios, sin experimentar 
remordimiento alguno. El palacio y el reino habían pasado a ser suyos.
 Su primer acto oficial consistió en vestir a los hombres con 
sus propios vestidos y afirmar ante los medios de comunicación 
que los disturbios habían surgido 
cuando algunas personas
 amenazaron con revelar la tendencia del príncipe y de sus amigos 
al travestismo. El segundo fue fundar una cooperativa textil 
destinada únicamente a la producción de prendas femeninas 
confortables y prácticas. A continuación, colgaron un cartel
 en el castillo anunciando la venta de CeniPrendas 
(pues así se denominaba la nueva línea de vestido) y,
 gracias a su actitud emprendedora y a sus hábiles 
sistemas de comercialización, todas -incluidas la madre y
 hermanas políticas de Cenicienta- vivieron felices para siempre. 


James Finn Garner “Cuentos infantiles políticamente correctos”. Circe, bna,1998.

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