EL PENE DE RÁUL
Cuando Raúl se empezó a morir, sólo podía recordar como sola cosa del pasado, el denodado trabajo de su pene.
Muchas damas habían pasado por su férula candente, y hoy escasamente recordaba sus rostros, o mejor, no se acordaba de ninguno, a pesar de la confusión de la memoria.
Se ufanó tanto de su herramienta, que le aseguró a sus amigos, ahora fallecidos, que prefería un Alzheimer en su vejez a una disminución en la arrechera, porque los recuerdos pueden esperar, pero la arrechura no.
En su pensamiento faraónico tenía el convencimiento, que ninguna mujer supo lo que era vida, si no había hecho parte del colchón de Raúl.
De manera que cuando Raúl llamó al Maestro para pedirle consejo a la hora de la muerte, el Maestro sin parpadear, le espetó:
“Sólo resta una cosa por hacer D. Raúl. Decir en el testamento, que tu última voluntad es enarbolar sobre el ataúd un asta, y en su extremo que se cuelgue tu instrumento de trabajo, el pene de Raúl”. “Que cuelgue, no, que se erija como un obelisco”, alcanzó a decir..
La carcajada sonora inundó la habitación, y la manzana, y el barrio, y el municipio, y el departamento, y el país, y todo se puso de color rojo turbio, y el rostro a Raúl se puso tan lívido, que muertecito de la risa, sobre la cama se revolvió por última vez.
Y el maestro cumplió su última voluntad.
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