martes, 1 de enero de 2013

HISTORIA VERDADERA,CONVERTIDA EN CUENTO



Cuento para un año nuevo

Marcelino Perelló

El siguiente relato es una historia verídica. Decido llamarla y presentarla como cuento, porque eso parece y merece. Me la hizo saber apenas este domingo por la noche el protagonista y gran amigo Gilberto Colomb. En cuanto la escuché, emocionado, decidí transmitirle a usted, leal lector, este conmovedor y estremecedor episodio, a manera de muy especial regalo por el Primer Día del Año del Señor de 2013.
Gilberto estuvo recluido en una cárcel capitalina por motivos y circunstancias que hoy no caben aquí, pero que sin duda ocuparán este espacio en un futuro muy cercano. Bien valen la pena, créame.
Colomb se encontraba, pues, tras las rejas cuando conoció a Magalí, amiga de un buen amigo suyo igualmente preso. Es en esa condición que la mujer llegó como visita al reclusorio. En cuanto la vio e intercambió algunas palabras con ella, Gilberto supo que su vida había dado un giro. Magalí correspondió inmediata y entusiastamente a los propósitos amorosos de él. Y fue así que se creó y desarrolló un hermoso e intenso idilio entre ambos. Magalí venía regularmente a verlo, directamente a él. Le traía a su amado cautivo regalos, ropa y viandas.
Así se mantuvo y floreció el romance entre Magalí y Gilberto, hasta que un mal día, como parece ser casi siempre fatal en la vida sentimental de las parejas, surgieron las desavenencias, que a pesar de la entrega y sinceridad recíprocas acabaron tristemente llevando al rompimiento. Para desconsuelo, tristeza y soledad de Gilberto, los encuentros con Magalí cesaron. Si el final de cualquier relación de amor es doloroso, para un hombre privado de su libertad lo es doblemente. Y dada la personalidad romántica e idealista —por llamarla de algún modo— de Colomb, representó un auténtico desgarramiento.
Es falso que el tiempo lo cure todo. Las heridas profundas no las cicatriza, únicamente las esconde. En el caso particular de nuestro protagonista, además, estaba condenado —nunca mejor dicho— a permanecer en el mismo lugar que había sido escenario de sus acariciantes y emocionantes efluvios pasionales. Estaba impedido de “poner tierra de por medio”, como reza la antigua conseja. Una verdadera tortura añadida.
Los años, ellos, sí fueron pasando. Indiferentes al ardor y al dolor de los mortales. La vida cotidiana, repentinamente vuelta amarga, continuó en el penal, y con ella la de Gilberto. Las rutinas diarias consumían lentamente las horas: el candadazo, pase de lista, rancho, el trabajo remunerado en el taller, la práctica deportiva, los cursos, la fajina y el lavado de la ropa personal. Y, en el caso que nos ocupa, la lectura, a la que Gilberto es especialmente dedicado, y que le permitía volar, encima de los muros y las rejas, por el mundo entero.
Es un hombre culto, muy culto. Para su fortuna ya lo era antes de caer, pues tal hábito, del que desgraciadamente carece la mayoría de los reclusos, constituye un alivio formidable. Esa aparente soledad del hombre con el libro, representa de hecho una compañía únicamente superada por la de la mujer amada, ya inexistente.
En el colmo de los males, supo que la que nunca dejó de ser su pasión había abandonado el país. En la práctica no había gran diferencia, igualmente era para él inaccesible si hubiera morado a unas cuadras de la ergástula. Pero la sensación era del todo diferente. Él lo sabe bien. Y en estos menesteres las sensaciones lo son casi todo.
Siendo conocido como el “intelectual” o incluso “el sabio” del dormitorio, eufemismo con el que se conocen hoy en día las crujías, era común que los otros presos recurrieran a él en busca de algún tipo de ayuda. Con este propósito un buen anochecer se acercó a él El Petocho (ni Gilberto mismo sabe qué quiere decir tal mote), hombre rudo, un truhán con (contra) todas las de la ley, individuo basto y especialmente agresivo:
–“Oye carnal, necesito un paro martillo. Quiero escribirle una carta bien chida a una morrita que me trae del ala, pero en eso yo no la hago. ¿No me la escribirías tú, así con harta labia, bien acá, que le llegue a mi chava? Yo me mocho”. Gilberto aceptó, por supuesto, y sin cobrarle nada, igualmente por supuesto: – “Sólo que no te la puedo hacer así alchilazo. Te la doy por la mañana. ¿Está bien?”. – “Cincho, carnal. Eres labandota”.
Cuando El Petocho recibió el texto, no se la acababa. En medio de su entusiasmo tuvo la precaución de transcribirla con su propia letra. Dos días después Giberto supo del éxito total de la operación: – “¡No mames carnal! La hubieras visto, se derritió la vieja, me saltó a los brazos y hasta lloró. Eres un chingón, me cae. Aquí tienes a tu valedor, pa’ lo que se te ofrezca”.
Colomb escribió otras dos misivas para sendos condóminos con el mismo propósito. Lo que todos ignoraban es que en la soledad de la celda, sobre su camastro, y a la luz de una lámpara de mano, esas líneas, sin mencionarla, estaban en realidad dirigidas a su perdida y añorada Magalí. Todo su deseo y su ternura, todo lo que hubiera querido decirle frente a frente quedó plasmado ahí, para goce y emoción de tres mujeres desconocidas.
Cuatro años y medio después de su partida, una estafeta le informó que ahí estaba Magalí. El corazón le dio un vuelco. Había venido presuntamente a visitar a aquel viejo amigo, pero se las arregló para encontrarse con Gilberto. Ahí estaban los dos, frente a frente, sin saber bien a bien qué decir ni qué actitud adoptar. Él sentía el impulso irresistible de hacerle saber toda su exaltación. De redeclararle su amor inflamado. Nada de reproches se dijo. Quiso reproducir lo que le decía en la carta del Petocho, la más lograda. Pero le fue imposible. Ella tampoco pudo dar rienda suelta a su ansia amorosa. Él, al contrario de lo que tan vehementemente quería, sólo acertó a balbucear algunas frases que resultaron no sólo frías, gélidas, y distantes, sino incluso hirientes.
Pensó recordar el comienzo intencionalmente orlado sin ocultar demasiado otras sensaciones más íntimamente ligadas de otras cicatrices empecinadas. Gilberto recurrió a cada instante a solecismos, conducido a bravatas raras ocasiones necesarias. Vinieron entonces remordimientos oscuros nunca interiorizados con afecto y Magalí antepuso reclamar con enojo la indiferencia no olvidada.
Se separaron después de pocos minutos de un nuevo desencuentro, más distante y hostil que nunca. Gilberto, desolado, nunca entendió lo que había pasado esa tarde ni por qué había pasado así. Hasta la fecha lo ignora. Magalí por su parte, de la que no sabe nada desde hace diez años, nunca supo de esas tres epístolas de amor exuberante, incomparable, irredento, exultante, que le habían sido dirigidas.
Hoy que volvemos a resetear la cuenta de nuestros días, sólo quiero desearle a usted, carísimo e indispensable lector, y a Gilberto en especial, que en este año recién nacido consigamos acordar armónicamente nuestros deseos y nuestros actos. Eso es todo.
                *Matemático

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