Anaconda
Autor : Horacio Quiroga.
Anaconda
I
Eran las diez de
la noche y hacía un calor sofocante. El tiempo cargado pesaba sobre la selva,
sin un soplo de viento. El cielo de carbón se entreabría de vez en cuando en
sordos relámpagos de un extremo a otro del horizonte; pero el chubasco silbante
del sur estaba aún lejos.
Por un sendero de
vacas en pleno espartillo blanco, avanzaba Lanceolada, con la lentitud genérica
de las víboras. Era una hermosísima yarará de un metro cincuenta, con los
negros ángulos de su flanco bien cortados en sierra, escama por escama.
Avanzaba tanteando la seguridad del terreno con la lengua, que en los ofidios
reemplaza pertectamente a los dedos.
Iba de caza. AI
llegar a un cruce de senderos se detuvo, se arrolló prolijamente sobre sí
misma removióse aún un momento acomodándose y después de bajar la cabeza al
nivel de sus anillos, asentó la mandíbula inferior y esperó inmóvil. Minuto
tras minuto esperó cinco horas. AI cabo de este tiempo continuaba en igual
inmovilidad. ¡Mala noche! Comenzaba a romper el día e iba a retirarse, cuando
cambió de idea. Sobre el cielo lívido del este se recortaba una inmensa
sombra.
-Quisiera pasar
cerca de la Casa -se dijo la yarará-. Hace días que siento ruido, y es
menester estar alerta....
Y marchó
prudentemente hacia la sombra.
La casa a que hacía
referencia Lanceolada era un viejo edificio de tablas rodeado de corredores y
todo blanqueado. En torno se levantaban dos o tres galpones. Desde tiempo
inmemorial el edificio había estado deshabitado. Ahora se sentían ruidos insólitos,
golpes de fierros, relinchos de caballo, conjunto de cosas en que trascendía a
la legua la presencia del Hombre. Mal asunto...
Pero era preciso
asegurarse, y Lanceolada lo hizo mucho más pronto de lo que hubiera querido.
Un inequívoco
ruido de puerta abierta llegó a sus oídos. La víbora irguió la cabeza, y
mientras notaba que una rubia claridad en el horizonte anunciaba la aurora, vio
una angosta sombra, alta y robusta, que avanzaba hacia ella. Oyó también el
ruido de las pisadas -el golpe seguro, pleno, enormemente distanciado que
denunciaba también a la legua al enemigo.
-¡El Hombre!
-murmuró Lanceolada. Y rápida como el rayo se arrolló en guardia.
La sombra estuvo
sobre ella. Un enorme pie cayó a su lado, y la yarará, con toda la violencia
de un ataque al que jugaba la vida, lanzó la cabeza contra aquello y la recogió
a la posición anterior.
El Hombre se
detuvo: había creído sentir un golpe en las botas. Miró el yuyo a su rededor
sin mover los pies de su lugar; pero nada vio en la oscuridad apenas rota por el
vago día naciente, y siguió adelante.
Pero Lanceolada
vio que la Casa comenzaba a vivir, esta vez real y efectivamente con la vida del
Hombre. La yarará emprendió la retirada a su cubil llevando consigo la
seguridad de que aquel acto nocturno no era sino el prólogo, del gran drama a
desarrollarse en breve.
II
AI día siguiente,
la primera preocupación de Lanceolada fue el peligro que con la llegada del
Hombre se cernía sobre la Familia entera. Hombre y Devastación son sinónimos
desde tiempo inmemorial en el Pueblo entero de los Animales. Para las víboras
en particular, el desastre se personificaba en dos horrores: el machete escudriñando,
revolviendo el vientre mismo de la selva, y el fuego aniquilando el bosque en
seguida, y con él los recónditos cubiles.
Tornábase, pues,
urgente prevenir aquello. Lanceolada esperó la nueva noche para ponerse en
campaña. Sin gran trabajo halló a dos compañeras, que lanzaron la voz de
alarma. Ella, por su parte, recorrió hasta las doce los lugares más indicados
para un feliz encuentro, con suerte tal que a las dos de la mañana el Congreso
se hallaba, si no en pleno, por lo menos con mayoría de especies para decidir
qué se haría.
En la base de un
murallón de piedra viva, de cinco metros de altura, y en pleno bosque, desde
luego, existía una caverna disimulada por los helechos que obstruían casi la
entrada. servía de guarida desde mucho tiempo atrás a Terrífica, una
serpiente de cascabel, vieja entre las viejas, cuya cola contaba treinta y dos
cascabeles. Su largo no pasaba de un metro cuarenta, pero en cambio su grueso
alcanzaba al de una botella. Magnífico ejemplar, cruzada de rombos amarillos;
vigorosa, tenaz, capaz de quedar siete horas en el mismo lugar frente al
enemigo, pronta a enderezar los colmillos con canal interno que son, como se
sabe, si no los más grandes, los más admirablemente constituidos de todas las
serpientes venenosas.
Fue allí en
consecuencia donde, ante la inminencia del peligro y presidido por la víbora de
cascabel, se reunió el Congreso de las Víboras. Estaban allí, fuera de
Lanceolada y Terrífica, las demás yararás del país: La pequeña Coatiarita,
benjamín de la Familia, con La línea rojiza de sus costados bien visible y su
cabeza particularmente afilada. Estaba allí, negligentemente tendida como si se
tratara de todo menos de hacer admirar las curvas blancas y cafés de su lomo
sobre largas bandas color salmón, la esbelta Neuwied, dechado de belleza, y que
había guardado para sí el nombre del naturalista que determinó su especie.
Estaba Cruzada -que en el sur llaman víbora de La cruz-, potente y audaz rival
de Neuwied en punto a belleza de dibujo. Estaba Atroz, de nombre suficientemente
fatídico; y por último, Urutú Dorado, la yararacusú, disimulando
discretamente en el fondo de La caverna sus ciento setenta centímetros de
terciopelo negro cruzado oblicuamente por bandas de oro.
Es de notar que
las especies del formidable género Lachesis, o yararás, a que pertenecían
todas las congresales menos Terrífica, sostienen una vieja rivalidad por la
belleza del dibujo y el color. Pocos seres, en efecto, tan bien dotados como
ellos.
Según las leyes
de las víboras, ninguna especie poco abundante y sin dominio real en el país
puede presidir las asambleas del Imperio. Por esto Urutú Dorado, magnífico
animal de muerte, pero cuya especie es más bien rara, no pretendía este honor,
cediéndolo de buen grado a la víbora de cascabel, más débil, pero que abunda
milagrosamente.
El Congreso
estaba, pues, en mayoría, y Terrífica abrió la sesión.
-¡Compañeras!
-dijo-. Hemos sido todas enteradas por Lanceolada de la presencia nefasta del
Hombre. Creo interpretar el anhelo de todas nosotras, al tratar de salvar
nuestro Imperio de la invasión enemiga. Sólo un medio cabe, pues la
experiencia nos dice que el abandono del terreno no remedia nada. Este medio,
ustedes lo saben bien, es la guerra al Hombre, sin tregua ni cuartel, desde esta
noche misma, a la cual cada especie aportará sus virtudes. Me halaga en esta
circunstancia olvidar mi especificación humana: no soy ahora una serpiente de
cascabel; soy una yarará, como ustedes. Las yararás, que tienen a la Muerte
por negro pabellón. ¡Nosotras somos la Muerte, compañeras! Y entre tanto, que
alguna de las presentes proponga un plan de campaña.
Nadie ignora, por
lo menos en el Imperio de las Víboras, que todo lo que Terrífica tiene de
largo en sus colmillos, lo tiene de corto en su inteligencia. Ella lo sabe también,
y aunque incapaz por lo tanto de idear plan alguno, posee, a fuerza de vieja
reina, el suficiente tacto para callarse.
Entonces Cruzada,
desperezándose, dijo:
-Soy de la opinión
de Terrífica, y considero que mientras no tengamos un plan, nada podemos ni
debemos hacer. Lo que lamento es la falta en este Congreso de nuestra primas sin
veneno: las Culebras.
Se hizo un largo
silencio. Evidentemente, la proposición no halagaba a las víboras. Cruzada se
sonrió de un modo vago y continuó:
-Lamento lo que
pasa. Pero quisiera solamente recordar esto: Si entre todas nosotras pretendiéramos
vencer a una culebra, no lo conseguiríamos. Nada más quiero decir.
-Si es por su
resistencia al veneno -objetó perezosamente Urutú Dorado, desde el fondo del
antro-, creo que yo sola me encargaría de desengañarlas.
-No se trata de
veneno -replicó desdeñosamente Cruzada-. Yo también me bastaría... -agregó
con una mirada de reojo a la yararacusú-. Se trata de su fuerza, de su
destreza, de su nerviosidad, como quiera llamársele. Cualidades de lucha que
nadie pretenderá negar a nuestras primas. Insisto en que en una campaña como
la que queremos emprender, las serpientes nos serán de gran utilidad; más: de
imprescindible necesidad.
Pero la proposición
desagradaba siempre.
-¿Por qué las
culebras? -exclamó Atroz-. Son despreciables.
-Tienen ojos de
pescado-agregó la presuntuosa Coatiarita.
-¡Me dan asco!
-protestó desdeñosamente Lanceolada.
-Tal vez sea otra
cosa la que te dan.... -murmuró Cruzada mirándola de reojo.
-¿A mí? -silbó
Lanceolada, irguiéndose-. ¡Te advierto que haces mala figura aquí,
defendiendo a esos gusanos corredores!
-Si te oyen las
Cazadoras... -murmuró irónicamente Cruzada.
Pero al oír este
nombre, Cazadoras, la asamblea entera se agitó.
-¡No hay para qué
decir eso! -gritaron-. ¡Ellas son culebras, y nada más!
-¡Ellas se llaman
a sí mismas las Cazadoras! -replicó secamente Cruzada-. Y estamos en Congreso.
También desde
tiempo inmemorial es fama entre las víboras la rivalidad particular de las dos
yararás: Lanceolada, hija del extremo norte, y Cruzada, cuyo hábitat se
extiende más al sur. Cuestión de coquetería en punto a belleza, según las
culebras.
-¡Vamos, vamos!
-intervino Terrífica-. Que Cruzada explique para qué quiere la ayuda de las
culebras, siendo así que no representan la Muerte como nosotras.
-¡Para esto!
-replicó Cruzada ya en calma-. Es indispensable saber qué hace el Hombre en la
casa; y para ello se precisa ir hasta allá, a la casa misma. Ahora bien, la
empresa no es fácil, porque si el pabellón de nuestra especie es la Muerte, el
pabellón del Hombre es también la Muerte, y bastante más rápida que la
nuestra.. Las culebras nos aventajan inmensamente en agilidad. Cualquiera de
nosotras iría y vería. Pero ¿volvería? Nadie mejor para esto que la Ñacaniná.
Estas exploraciones forman parte de sus hábitos diarios, y podría, trepada al
techo, ver, oir y regresar a informarnos antes de que sea de día.
La proposición
era tan razonable que esta vez la asamblea entera asintió, aunque con un resto
de desagrado.
-¿Quién va a
buscarla? -preguntaron varias voces.
Cruzada desprendió
la cola de un tronco y se deslizó afuera.
-¡Voy yo! -dijo-.
En seguida vuelvo.
-¡Eso es! -le
lanzó Lanceolada de atrás-. ¡Tú que eres su protectora la hallarás en
seguida!
Cruzada tuvo aún
tiempo de volver la cabeza hacia ella, y le sacó la lengua, reto a largo plazo.
III
Cruzada halló a
la Ñacaniná cuando ésta trepaba a un árbol.
-¡Eh, Ñacaniná!
-llamó con un leve silbido.
La Ñacaniná oyó
su nombre; pero se abstuvo prudentemente de contestar hasta nueva llamada.
-¡Ñacaniná!
-repitió Cruzada, levantando medio tono su silbido.
-¿Quién me
llama? -respondió la culebra.
-¡Soy yo,
Cruzada!...
-¡Ah, la
prima!.... ¿qué quieres, prima adorada?
-No se trata de
bromas, Ñacaniná... ¿Sabes lo que pasa en la Casa?
-Sí, que ha
llegado el Hombre... ¿qué más?
-Y, ¿sabes que
estamos en Congreso?
-¡Ah, no; esto no
lo sabía! -repuso la Ñacaniná deslizándose cabeza abajo contra el árbol,
con tanta seguridad como si marchara sobre un plano horizontal-. Algo grave debe
pasar para eso... ¿Qué ocurre?
-Por el momento,
nada; pero nos hemos reunido en Congreso precisamente para evitar que nos ocurra
algo. En dos palabras: se sabe que hay varios hombres en la Casa, y que se van a
quedar definitivamente. Es la Muerte para nosotras.
-Yo creía que
ustedes eran la Muerte por sí mismas... ¡No se cansan de repetirlo! -murmuró
irónicamente la culebra.
-¡Dejemos esto!
Necesitamos de tu ayuda, Ñacaniná.
-¿Para qué? ¡Yo
no tengo nada que ver aquí!
-¿Quién sabe?
Para desgracia tuya, te pareces bastante a nosotras; las Venenosas. Defendiendo
nuestros intereses, defiendes los tuyos.
-¡Comprendo!
-repuso la Ñacanina después de un momento en el que valoró la suma de
contingencias desfavorables para ella por aquella semejanza.
-Bueno; ¿contamos
contigo?
-¿Qué debo
hacer?
-Muy poco. Ir en
seguida a la Casa, y arreglarte allí de modo que veas y oigas lo que pasa.
-¡No es mucho,
no! -repuso negligentemente Ñacaniná, restregando la cabeza contra el tronco-.
Pero es el caso agregó- que allá arriba tengo la cena segura... Una pava del
monte a la que desde anteayer se le ha puesto en el copete anidar allí.
-Tal vez allá
encuentres algo que comer -la consoló suavemente Cruzada.
Su prima la miró
de reojo.
-Bueno en marcha
-reanudó la yarará-. Pasemos primero por el Congreso.
-¡Ah, no!
-protestó la Ñacaniná-. ¡Eso no! ¡Les hago a ustedes el favor, y en paz! Iré
al Congreso cuando vuelva.... si vuelvo. Pero ver antes de tiempo la cáscara
rugosa de Terrífica, los ojos de ratón de Lanceolada y la cara estúpida de
Coralina. ¡Eso, no!
-No está
Coralina.
-¡No importa! Con
el resto tengo bastante.
-¡Bueno, bueno!
-repuso Cruzada, que no quería hacer hincapié-. Pero si no disminuyes un poco
la marcha, no te sigo.
En efecto, aun a
todo correr, la yarará no podía acompañar el deslizar veloz de la Ñacaniná.
-Quédate, ya estás
cerca de las otras -contestó la culebra. Y se lanzó a toda velocidad, dejando
en un segundo atrás a su prima Venenosa.
IV
Un cuarto de hora
después la Cazadora llegaba a su destino. Velaban todavía en la Casa. Por las
puertas, abiertas de par en par, salían chorros de luz, y ya desde lejos la Ñacaniná
pudo ver cuatro hombres sentados alrededor de la mesa.
Para llegar con
impunidad sólo faltaba evitar el problemático tropiezo con un perro. ¿Los
habría? Mucho lo temía Ñacaniná. Por esto deslizóse adelante con gran
cautela, sobre todo cuando llegó ante el corredor.
Ya en él, observó
con atención. Ni enfrente, ni a la derecha, ni a la izquierda había perro
alguno. Sólo allá, en el corredor opuesto y que la culebra podía ver por
entre las piernas de los hombres, un perro negro dormía echado de costado.
-La plaza, pues,
estaba libre. Como desde el lugar en que se encontraba podía oír, pero no ver
el panorama entero de los hombres hablando, la Culebra, tras una ojeada arriba,
tuvo lo que deseaba en un momento. Trepó por una escalera recostada a la pared
bajo el corredor y se instaló en el espacio libre entre pared y techo, tendida
sobre el tirante. Pero por más precauciones que tomara al deslizarse, un viejo
clavo cayó al suelo y un hombre levantó los ojos.
-¡Se acabó! -se
dijo Ñacaniná, conteniendo la respiración.
Otro hombre miró
también arriba.
-¿Qué hay?
-preguntó.
-Nada -repuso el
primero Me pareció ver algo negro por allá.
-Una rata.
-Se equivocó el
Hombre -murmuró para sí la culebra.
-Alguna Ñacaniná.
-Acertó el otro
Hombre -murmuró de nuevo la aludida, aprestándose a la lucha.
Pero los hombres
bajaron de nuevo la vista, y la Ñacaniná vio y oyó durante media hora.
V
La Casa, motivo de
preocupación de la selva, habíase convertido en establecimiento científico de
la más grande importancia. Conocida ya desde tiempo atrás la particular
riqueza en víboras de aquel rincón del territorio, el Gobierno de la Nación
había decidido la creación de un Instituto de Seroterapia Ofídica, donde se
prepararían sueros contra el veneno de las víboras. La abundancia de éstas es
un punto capital, pues nadie ignora que la carencia de víboras de que extraer
el veneno es el principal inconveniente para una vasta y segura preparación del
suero.
El nuevo
establecimiento podía comenzar casi en seguida, porque contaba con dos animales
-un caballo y una mula- ya en vías de completa inmunización. Habíase logrado
organizar el laboratorio y el serpentario Este último prometía enriquecerse de
un modo asombroso, por más que el Instituto hubiera llevado consigo no pocas
serpientes venenosas, las mismas que servían para inmunizar a los animales
citados. Pero si se tiene en cuenta que un caballo, en su último grado de
inmunización, necesita seis gramos de veneno en cada inyección (cantidad
suficiente desde para matar doscientos cincuenta caballos), se comprenderá que
deba ser muy grande el número de víboras en disponibilidad que requiere un
Instituto del género.
Los días, duros
al principio, de una instalación en la selva, mantenían al personal superior
del Instituto en vela hasta media noche, entre planes de laboratorio y demás.
-Y los caballos,
¿cómo están hoy? -preguntó uno, de lentes negros, y que parecía ser el jefe
del Instituto.
-Muy caídos
-repuso otro-. Si no podemos hacer una buena recolección en estos días...
La Ñacaniná, inmóvil
sobre el tirante, ojos y oídos alertos, comenzaba a tranquilizarse.
-Me parece -Se
dijo- que las primas venenosas se han llevado un susto magnífico. De estos
hombres no hay gran cosa que temer....
Y avanzando más
la cabeza, a tal punto que su nariz pasaba ya de la línea del tirante, observó
con más atención.
Pero un
contratiempo evoca otro.
-Hemos tenido hoy
un día malo -agregó uno-. Cinco tubos de ensayo se han roto....
La Ñacaniná sentíase
cada vez más inclinada a la compasión. -¡Pobre gente! -murmuró-. Se les han
roto cinco tubos...
Y se disponía o
abandonar su escondite para explorar aquella inocente casa, cuando oyó:
-En cambio, las víboras
están magníficas... Parece sentarles el país.
-¿Eh? -dio una
sacudida la culebra, jugando velozmente con la lengua-. ¿Qué dice ese pelado
de traje blanco?
Pero el hombre
proseguía:
Para ellas, sí,
el lugar me parece ideal... Y las necesitamos urgentemente, los caballos y
nosotros.
-Por suerte, vamos
a hacer una famosa cacería de víboras en este país. No hay duda de que es el
país de las víboras.
-Hum..., hum...,
hum... -murmuró Ñacaniná, arrollándose. en el tirante cuanto le fue posible-
Las cosas comienzan a ser un poco distintas... Hay que quedar un poco más con
esta buena gente... Se aprenden cosas curiosas.
Tantas cosas
curiosas oyó, que cuando, al cabo de media hora, quiso retirarse, el exceso de
sabiduría adquirida le hizo hacer un falso movimiento, y la tercera parte de su
cuerpo cayó, golpeando la pared de tablas. Como había caído de cabeza, en un
instante la tuvo enderezada hacia la mesa, la lengua vibrante.
La Ñacaniná,
cuyo largo puede alcanzar a tres metros, es valiente, con seguridad la más
valiente de nuestras serpientes. Resiste un ataque serio del hombre, que es
inmensamente mayor que ella, y hace frente siempre. Como su propio coraje le
hace creer que es muy temida, la nuestra se sorprendió un poco al ver que los
hombres, enterados de lo que se trataba, se echaban a reír tranquilos.
-Es una Ñacaniná...
Mejor; así nos limpiará la casa de ratas.
-¿Ratas?... -silbó
la otra. Y como continuaba provocativa, un hombre se levantó al fin.
-Por útil que
sea, no deja de ser un mal bicho... Una de estas noches la voy a encontrar
buscando ratones dentro de mi cama...
Y cogiendo un palo
próximo, lo lanzó contra la Ñacaniná a todo vuelo. El palo pasó silbando
junto a la cabeza de la intrusa y golpeó con terrible estruendo la pared.
Hay ataque y
ataque. Fuera de la selva y entre cuatro hombres, la Ñacaniná no se hallaba a
gusto. Se retiró a escape, concentrando toda su energía en la cualidad que,
conjuntamente con el valor, forman sus dos facultades primas: la velocidad para
correr.
Perseguida por los
ladridos del perro, y aun rastreada buen trecho por éste -lo que abrió nueva
luz respecto a las gentes aquellas-, la culebra llegó a la caverna. Pasó por
encima de Lanceolada y Atroz, y se arrolló a descansar, muerta de fatiga.
VI
-¡Por fin!
-exclamaron todas, rodeando a la exploradora-. Creíamos que te ibas a quedar
con tus amigos los hombres...
-¡Hum!... -murmuró
Ñacaniná.
-¿Qué nuevas nos
traes? -preguntó Terrífica.
-¿Debemos esperar
un ataque, o no tomar en cuenta a los Hombres?
-Tal vez fuera
mejor esto... Y pasar al otro lado del río repuso Ñacaniná.
-¿Qué?... ¿Cómo?...
-saltaron todas-. ¿Estás loca?
-Oigan, primero. -¡Cuenta,
entonces!
Y Ñacaniná contó
todo lo que había visto y oído: la instalación del Instituto Seroterápico,
sus planes, sus fines y la decisión de los hombres de cazar cuanta víbora
hubiera en el país.
-¡Cazarnos!
-saltaron Urutú Dorado, Cruzada y Lanceolada, heridas en lo más vivo de su
orgullo-. ¡Matarnos, querrás decir!
-¡No! ¡Cazarlas,
nada más! Encerrarlas, darles bien de comer y extraerles cada veinte días el
veneno. ¿Quieren vida más dulce?
La asamblea quedó
estupefacta. Ñacaniná había explicado muy bien el fin de esta recolección de
veneno; pero lo que no había explicado eran los medios para llegar a obtener el
suero.
¡Un suero
antivenenoso! Es decir, la curación asegurada, la inmunización de hombres y
animales contra la mordedura; la Familia entera condenada a perecer de hambre en
plena selva natal.
-¡Exactamente!
-apoyó Ñacaniná-. .No se trata sino de esto.
Para la Ñacaniná,
el peligro previsto era mucho menor. ¿Qué le importaba a ella y sus hermanas
las cazadoras- a ellas, que cazaban a diente limpio, a fuerza de músculos que
los animales estuvieran o no inmunizados? Un solo punto obscuro veía ella, y es
el excesivo parecido de una culebra con una víbora, que favorecía confusiones
mortales. De ahí el interés de la culebra en suprimir el Instituto.
-Yo me ofrezco a
empezar la campaña -dijo Cruzada.
-¿Tienes un plan?
-preguntó ansiosa Terrífica, siempre falta de ideas.
-Ninguno. iré
sencillamente mañana en la tarde a tropezar con alguien.
-¡Ten cuidado!
-le dijo Ñacaniná, con voz persuasiva-. Hay varias jaulas vacías... ¡Ah, me
olvidaba! -agregó, dirigiéndose a Cruzada-. Hace un rato, cuando salí de allí...
Hay un perro negro muy peludo... Creo que sigue el rastro de una víbora... ¡Ten
cuidado!
-¡Allá veremos!
Pero pido que se llame a Congreso pleno para mañana en la noche. Si yo no puedo
asistir, tanto peor...
Mas la asamblea
había caído en nueva sorpresa.
-¿Perro que sigue
nuestro rastro?... ¿Estás segura?
-Casi. ¡Ojo con
ese perro, porque puede hacemos más daño que todos los hombres juntos!
-Yo me encargo de
él -exclamó Terrífica, contenta de (sin mayor esfuerzo mental) poder poner en
juego sus glándulas de veneno, que a la menor contracción nerviosa se escurría
por el canal de los colmillos.
Pero ya cada víbora
se disponía a hacer correr la palabra en su distrito, y a Ñacaniná, gran
trepadora, se le encomendó especialmente llevar la voz de alerta a los árboles,
reino preferido de las culebras.
A las tres de la
mañana la asamblea se disolvió. Las víboras, vueltas a la vida normal, se
alejaron en distintas direcciones, desconocidas ya las unas para las otras,
silenciosas, sombrías, mientras en el fondo de la caverna la serpiente de
cascabel quedaba arrollada e inmóvil fijando sus duros ojos de vidrio en un
ensueño de mil perros paralizados.
VII
Era la una de la
tarde. Por el campo de fuego, al resguardo de las matas de espartillo, se
arrastraba Cruzada hacia la Casa. No llevaba otra idea, ni creía necesaria
tener otra, que matar al primer hombre que se pusiera a su encuentro. Llegó al
corredor y se arrolló allí, esperando. Pasó así media hora. El calor
sofocante que reinaba desde tres días atrás comenzaba a pesar sobre los ojos
de la yarará, cuando un temblor sordo avanzó desde la pieza. La puerta estaba
abierta, y ante la víbora, a treinta centímetros de su cabeza, apareció el
perro, el perro negro y peludo, con los ojos entornados de sueño.
-¡Maldita
bestia!... -se dijo Cruzada-. Hubiera preferido un hombre.
En ese instante el
perro se detuvo husmeando y volvió la cabeza... ¡Tarde ya! Ahogó un aullido
de sorpresa y movió desesperadamente el hocico mordido.
-Ya tiene éste su
asunto listo... -murmuró Cruzada, replegándose de nuevo. Pero cuando el perro
iba a lanzarse sobre la víbora, sintió los pasos de su amo y se arqueó
ladrando a la yarará. El hombre de los lentes ahumados apareció junto a
Cruzada.
-¿Qué pasa?
-preguntaron desde el otro corredor.
-Una Alternatus...
Buen ejemplar -respondió el hombre. Y antes que la víbora hubiera podido
defenderse, sintióse estrangulada en una especie de prensa afirmada al extremo
de un palo.
La yarará crujió
de orgullo al verse así; lanzó su cuerpo a todos lados, trató en vano de
recoger el cuerpo y arrollarlo en el palo. Imposible; le faltaba el punto de
apoyo en la cola, el famoso punto de apoyo sin el cual una poderosa boa se
encuentra reducida a la más vergonzosa impotencia. El hombre la llevó así
colgando, y fue arrojada en el Serpentario.
Constituíalo un
simple espacio de tierra cercado con chapas de cinc liso, provisto de algunas
jaulas, y que albergaba a treinta o cuarenta víboras. Cruzada cayó en tierra y
se mantuvo un momento arrollada y congestionada bajo el sol de fuego.
La instalación
era evidentemente provisional; grandes y chatos cajones alquitranados servían
de bañadera a las víboras, y varias casillas y piedras amontonadas ofrecían
reparo a los huéspedes de ese paraíso improvisado.
Un instante después
la yarará se veía rodeada y pasada por encima por cinco o seis compañeras que
iban a reconocer su especie.
Cruzada las conocía
a todas; pero no así a una gran víbora que se bañaba en una jaula cerrada con
tejido de alambre. ¿Quién era? Era absolutamente desconocida para la yarará.
Curiosa a su vez se acercó lentamente.
Se acercó tanto,
que la otra se irguió. Cruzada ahogó un silbido de estupor, mientras caía en
guardia, arrollada. La gran víbora acababa de hinchar el cuello, pero
monstruosamente, como jamás había visto hacerlo a nadie. Quedaba realmente
extraordinaria así.
-¿Quién eres?
-murmuró Cruzada-. ¿Eres de las nuestras?
Es decir,
venenosa. La otra, convencida de que no había habido intención de ataque en la
aproximación de la yarará, aplastó sus dos grandes orejas.
-Sí -repuso-.
Pero no de aquí; muy lejos... de la India.
-¿Cómo te
llamas?
-Hamadrías... o
cobra capelo real.
-Yo soy Cruzada.
-Sí, no necesitas
decirlo. He visto muchas hermanas tuyas ya... ¿Cuándo te cazaron?
-Hace un rato...
No pude matar.
-Mejor hubiera
sido para ti que te hubieran muerto...
-Pero maté al
perro.
-¿Qué perro? ¿El
de aquí? .
-Sí.
La cobra real se
echó a reír, a tiempo que Cruzada tenia una nueva sacudida: el perro lanudo
que creía haber matado estaba ladrando...
-¿Te sorprende,
eh? -agregó Hamadrías-. A muchas les ha pasado lo mismo.
-Pero es que lo
mordí en la cabeza... -contestó Cruzada, cada vez más aturdida-. No me queda
una gota de veneno concluyó-. Es patrimonio de las yararás vaciar casi en una
mordida sus glándulas.
-Para él es lo
mismo que te hayas vaciado no...
-¿No puede morir?
-Sí, pero no por
cuenta nuestra... Está inmunizado. Pero tú no sabes lo que es esto...
-¡Sé! -repuso
vivamente Cruzada-. Ñacaniná nos contó.
La cobra real la
consideró entonces atentamente.
-Tú me pareces
inteligente...
-¡Tanto como tú...,
por lo menos! -replicó Cruzada.
El cuello de la
asiática se expandió bruscamente de nuevo, y de nuevo la yarará cayó en
guardia.
Ambas víboras se
miraron largo rato, y el capuchón de la cobra bajó lentamente.
-Inteligente y
valiente -murmuró Hamadrías-. A ti se te puede hablar... ¿Conoces el nombre
de mi especie?
-Hamadrías,
supongo.
-O ñaja búngaro..
o cobra capelo real. Nosotras somos respecto de la vulgar cobra capelo de la
India, lo que tú respecto de una de esas coatiaritas.. Y ¿sabes de qué nos
alimentamos?
-No.
-De víboras
americanas..., entre otras cosas -concluyó balanceando la cabeza ante la
Cruzada.
Esta apreció rápidamente
el tamaño de la extranjera ofiófaga.
-¿Dos metros
cincuenta?... -preguntó.
-Sesenta... dos
sesenta, pequeña Cruzada - repuso la otra, que había seguido su mirada.
-Es un buen tamaño...
Más o menos, el largo de Anaconda, una prima mía ¿Sabes de qué se alimenta?:
de víboras asiáticas -y miró a su vez a Hamadrías.
-¡Bien contestado
-repuso ésta, balanceándose de nuevo. Y después de refrescarse la cabeza en
el agua agregó perezosamente-: ¿Prima tuya, dijiste?
-Sí.
-¿Sin veneno,
entonces?
-Así es... Y por
esto justamente tiene gran debilidad por las extranjeras venenosas.
Pero la asiática
no la escuchaba ya, absorta en sus pensamientos.
-iÓyeme! -dijo de
pronto-. ¡Estoy harta de hombres, perros, caballos y de todo este infierno de
estupidez y crueldad! Tú me puedes entender, porque lo que es ésas... Llevo año
y medio encerrada en una jaula como si fuera una rata, maltratada, torturada
periódicamente. Y, lo que es peor, despreciada, manejada como un trapo por
viles hombres... Y yo, que tengo valor, fuerza y veneno suficientes para
concluir con todos ellos, estoy condenada a entregar mi veneno para la preparación
de sueros antivenenosos. ¡No te puedes dar cuenta de lo que esto supone para mi
orgullo! ¿Me entiendes? -concluyó mirando en los ojos a la yarará.
-Sí -repuso la
otra-. ¿qué debo hacer?
-Una sola cosa; un
solo medio tenemos de vengarnos. Acércate, que no nos oigan... Tú sabes la
necesidad absoluta de un punto de apoyo para poder desplegar nuestra fuerza.
Toda nuestra salvación depende de esto. Solamente...
-¿Qué?
La cobra real miró
otra vez fijamente a Cruzada.
-Solamente que
puedes morir...
-¿Sola?
-¡Oh, no! Ellos,
algunos de los hombres también morirán...
-¡Es lo único
que deseo! Continúa.
-Pero acércate aún...
¡Más cerca!
El diálogo
continuó un rato en voz tan baja, que el cuerpo de la yarará frotaba, descamándose,
contra las mallas de alambre. De pronto, la cobra se abalanzó y mordió por
tres veces a Cruzada. Las víboras, que habían seguido de lejos el incidente,
gritaron:
-¡Ya está! ¡Ya
la mató! ¡Es una traicionera!
Cruzada, mordida
por tres veces en el cuello, se arrastró pesadamente por el pasto. Muy pronto
quedó inmóvil, y fue a ella a quien encontró el empleado del Instituto
cuando, tres horas después, entró en el Serpentario. El hombre vio a la yarará,
y empujándola con el pie, le hizo dar vuelta como a una soga y miró su vientre
blanco.
-Está muerta,
bien muerta... -murmuró-. Pero ¿de qué? - Y se agachó a observar a la víbora.
No fue largo su examen: en el cuello y en la misma base de la cabeza notó
huellas inequívocas de colmillos venenosos.
-¡Hum! -se dijo
el hombre-. Esta no puede ser más que la hamadrías... Allí está, arrollada y
mirándome como si yo fuera otra Alternatus... Veinte veces le he dicho al
director que las mallas del tejido son demasiado grandes. Ahí está la
prueba... En fin -concluyó, cogiendo a Cruzada por la cola y lanzándola por
encima de la barrera de cinc-, ¡un bicho menos que vigilar!
Fue a ver al
director:
-La hamadrías ha
mordido a la yarará que introdujimos hace un rato. Vamos a extraerle muy poco
veneno.
-Es un fastidio
grande -repuso aquél- Pero necesitamos para hoy el veneno... No nos queda más
que un solo tubo de suero... ¿Murió la Alternatus?
-Sí: la tiré
afuera... ¿Traigo a la hamadrías?
-Ño hay más
remedio.. Pero para la segunda recolección, de aquí a dos o tres horas.
VIII
...Se hallaba
quebrantada, exhausta de fuerzas. Sentía la boca llena de tierra y sangre. ¿Dónde
estaba?
EI velo denso de
sus ojos comenzaba a desvanecerse, y Cruzada alcanzó a distinguir el contorno.
Vio -reconoció- el muro de cinc, y súbitamente recordó todo: el perro negro,
el lazo, la Inmensa serpiente asiática y el plan de batalla de ésta en que
ella misma, Cruzada, iba jugando su vida. Recordaba todo, ahora que la parálisis
provocada por el veneno comenzaba a abandonarla. Con el recuerdo tuvo conciencia
plena de lo que debía hacer. ¿Sería tiempo todavía?
Intentó
arrastrarse, mas en vano; su cuerpo ondulaba, pero en el mismo sitio, sin
avanzar. Pasó un rato aún y su inquietud crecía.
-¡Y no estoy sino
a treinta metros! -murmuraba-. ¡Dos minutos, un solo minuto de vida, y llegó a
tiempo!
Y tras nuevo
esfuerzo consiguió deslizarse, arrastrarse desesperada hacia el laboratorio.
Atravesó el
patio, llegó a la puerta en el momento en que el empleado, con la dos manos,
sostenía, colgando en el aire, la Hamadrías, mientras el hombre de los lentes
ahumados le introducía el vidrio de reloj en la boca. La mano se dirigía a
oprimir las glándulas, y Cruzada estaba aún en el umbral.
-¡No tendré
tiempo! -se dijo desesperada. Y arrastrándose en un supremo esfuerzo, tendió
adelante los blanquísimos colmiIlos. El peón, al sentir su pie descalzo
abrasado por los dientes de la yarará, lanzó un grito y bailó. No mucho; pero
lo suficiente para que el cuerpo colgante de la cobra real oscilara y alcanzase
a la pata de la mesa, donde se arrolló velozmente. Y con ese punto de apoyo,
arrancó su cabeza de entre las manos del peón y fue a clavar hasta la raíz
los colmillos en la muñeca izquierda del hombre de lentes negros, justamente en
una vena.
¡Ya estaba! Con
los primeros gritos, ambas, la cobra asiática y la yarará, huían sin ser
perseguidas.
-¡Un punto de
apoyo! -murmuraba la cobra volando a escape por el campo-. Nada más que eso me
faltaba. ¡Ya lo conseguí, por fin!
-Sí. -Corría la
yarará a su lado, muy dolorida aún-. Pero no volvería a repetir el juego...
Allá, de la muñeca
del hombre pendían dos negros hilos de sangre pegajosa. La inyección de una
hamadrías en una vena es cosa demasiado seria para que un mortal pueda
resistirla largo rato con los ojos abiertos, y los del herido se cerraban para
siempre a los cuatro minutos.
IX
El Congreso estaba
en pleno. Fuera de Terrífica y Ñacaniná, y las yararás Urutú Dorado,
Coatiarita, Neuwied, Atroz y Lanceolada, habían acudido Coralina -de cabeza estúpida,
según Ñacaniná-, lo que no obsta para que su mordedura sea de las más
dolorosas. Además es hermosa, incontestablemente hermosa con sus anillos rojos
y negros.
Siendo, como es
sabido, muy fuerte la vanidad de las víboras en punto de belleza, Coralina se
alegraba bastante de la ausencia de su hermana Frontal, cuyos triples anillos
negros y blancos sobre fondo de púrpura colocan a esta víbora de coral en el más
alto escalón de la belleza ofídica.
Las Cazadoras
estaban representadas esa noche por Drimobia, cuyo destino es ser llamada
yararacusú del monte, aunque su aspecto sea bien distinto. Asistían Cipó, de
un hermoso verde y gran cazadora de pájaros; Radínea, pequeña y oscura, que
no abandona jamás los charcos; Boipeva, cuya característica es achatarse
completamente contra el suelo apenas se siente amenazada; Trigémina, culebra de
coral, muy fina de cuerpo, como sus compañeras arborícolas; y por último
Esculapia, cuya entrada, por razones que se verá en seguida, fue acogida con
generales miradas de desconfianza.
Faltaban asimismo
varias especies de las venenosas y las cazadoras, ausencia está que requiere
una aclaración.
Al decir Congreso
pleno, hemos hecho referencia a la gran mayoría de las especies, y sobre todo
de las que se podrían llamar reales por su importancia. Desde el primer
Congreso de las Víboras se acordó que las especies numerosas, estando en mayoría,
podían dar carácter de absoluta fuerza a sus decisiones. De aquí la plenitud
del Congreso actual, bien que fuera lamentable la ausencia de la yarará Surucucú,
a quien no había sido posible hallar por ninguna parte; hecho tanto más de
sentir cuanto que esta víbora, que puede alcanzar a tres metros, es, a la vez
que reina en América, viceemperatriz del Imperio Mundial de las Víboras, pues
sólo una la aventaja en tamaño y potencia de veneno: la hamadrías asiática.
Alguna faltaba
-fuera de Cruzada-; pero las víboras todas afectaban no darse cuenta de su
ausencia.
A pesar de todo,
se vieron forzadas a volverse al ver asomar por entre los helechos una cabeza de
grandes ojos vivos.
-¿Se puede? -decía
la visitante alegremente.
Como si una chispa
eléctrica hubiera recorrido todos los cuerpos, las víboras irguieron la cabeza
al oír aquella voz.
-¿Qué quieres
aquí? -gritó Lanceolada con profunda irritación.
-¡Éste no es tu
lugar! -exclamó Urutú Dorado, dando por primera vez señales de vivacidad.
-¡Fuera! ¡Fuera!
-gritaron varias con intenso desasosiego.
Pero Terrífica,
con silbido claro, aunque trémulo, logró hacerse oír.
-¡Compañeras! No
olviden que estamos en Congreso, y todas conocemos sus leyes: nadie, mientras
dure, puede ejercer acto alguno de violencia. ¡Entra, Anaconda!
-¡Bien dicho!
-exclamó Ñacaniná con sorda ironía-. Las nobles palabras de nuestra reina
nos aseguran. ¡Entra, Anaconda!
Y la cabeza viva y
simpática de Anaconda avanzó, arrastrando tras de sí dos metros cincuenta de
cuerpo oscuro y elástico. Pasó ante todas, cruzando una mirada de inteligencia
con la Ñacaniná, y fue a arrollarse, con leves silbidos de satisfacción,
junto a Terrífica, quien no pudo menos de estremecerse.
-¿Te incomodo?
-le preguntó cortésmente Anaconda.
-¡No, de ninguna
manera! -contestó Terrífica-. Son las glándulas de veneno que me incomodan de
hinchadas...
Anaconda y Ñacaniná
tornaron a cruzar una mirada irónica, y prestaron atención.
La hostilidad bien
evidente de la asamblea hacia la recién llegada tenía un cierto fundamento,
que no se dejará de apreciar. La Anaconda es la reina de todas las serpientes
habidas y por haber, sin exceptuar al pitón malayo. Su fuerza es
extraordinaria, y no hay animal de carne y hueso capaz de resistir un abrazo
suyo. Cuando comienza a dejar caer del follaje sus diez metros de cuerpo liso
con grandes manchas de terciopelo negro, la selva entera se crispa y encoge.-
Pero la Anaconda es demasiado fuerte para odiar a sea quien fuere -con una sola
excepción-, y esta conciencia de su valor le hace conservar siempre buena
amistad con el Hombre. Si a alguien detesta, es, naturalmente, a las serpientes
venenosas; y de aquí la conmoción de las víboras ante la cortés Anaconda.
Anaconda no es,
sin embargo, hija de la región. Vagabundeando en las aguas espumosas del Paraná
había llegado hasta allí con una gran creciente, y continuaba en la región,
muy contenta del país, en buena relación con todos, y en particular con la Ñacaniná,
con quien había trabado viva amistad. Era, Por lo demás, aquel ejemplar una
joven Anaconda que distaba aún mucho de alcanzar a los diez metros de sus
felices abuelos. Pero los dos metros cincuenta que media ya valían por el
doble, si se considera la fuerza de esta magnífica boa, que por divertirse al
crepúsculo atraviesa el Amazonas entero con la mitad del cuerpo erguido fuera
del agua.
Pero Atroz acababa
de tomar la palabra ante la asamblea, ya distraída.
-Creo que podríamos
comenzar ya -dijo-. Ante todo, es menester saber algo de Cruzada. Prometió
estar aquí en seguida.
-Lo que prometió
-intervino la Ñacaniná- es estar aquí cuando pudiera. Debemos esperarla.
-¿Pará qué?
-replicó Lanceolada, sin dignarse volver la cabeza a la culebra.
-¿Cómo para qué?
-exclamó ésta, irguiéndose-. Se necesita toda la estupidez de una Lanceolada
para decir esto... ¡Estoy cansada ya de oír en este Congreso disparate tras
disparate! ¡No parece sino que las Venenosas representan a la Familia entera!
Nadie, menos ésa -señaló con la cola a Lanceolada-, ignora que precisamente
de las noticias que traiga Cruzada depende nuestro plan...
¿Que para qué
esperarla?... ¡Estamos frescas si las inteligencias capaces de preguntar esto
dominan en este Congreso!
-No insultes -le
reprochó gravemente Coatiarita.
La Ñacaniná se
volvió a ella:
-¿Y a ti quién
te mete en esto?
-No insultes
-repitió la pequeña, dignamente. Ñacaniná consideró al pundonoroso benjamín
y cambió de voz.
-Tiene razón la
minúscula prima -concluyó tranquila-. Lanceolada, te pido disculpa.
-¡No es nada!
-replicó con rabia la yarará.
-¡No importa!;
pero vuelvo a pedirte disculpa. Felizmente, Coralina, que acechaba a la entrada
de la caverna, entró silbando:
-¡Ahí viene
Cruzada!
-¡Por fin!
-exclamaron las congresales, alegres. Pero su alegría transformóse en
estupefacción cuando, detrás de la yarará, vieron entrar a una inmensa víbora,
totalmente desconocida de ellas.
Mientras Cruzada
iba a tenderse al lado de Atroz, la intrusa se arrolló lenta y paulatinamente
en el centro de la caverna y se mantuvo inmóvil.
-¡Terrífica!
-dijo Cruzada-. Dale la bienvenida. Es de las nuestras.
-¡Somos hermanas!
-se apresuró la de cascabel, observándola, inquieta.
Todas las víboras,
muertas de curiosidad, se arrastraron hacia la recién llegada.
-Parece una prima
sin veneno -decía una, con un tanto de desdén.
-Sí -agregó
otra-. Tiene ojos redondos.
-Y cola larga.
-Y además...
Pero de pronto
quedaron mudas, porque la desconocida acababa de hinchar monstruosamente el
cuello. No duró aquello más que un segundo; el capuchón se replegó, mientras
la recién llegada se volvía a su amiga, con la voz alterada.
-Cruzada: diles
que no se acerquen tanto... No puedo dominarme.
-¡Sí, déjenla
tranquila! -exclamó Cruzada-. Tanto más agregó- cuanto que acaba de salvarme
la vida, y tal vez la de todas nosotras.
No era menester más.
El Congreso quedó un instante pendiente de la narración de Cruzada, que tuvo
que contarlo todo: el encuentro con el perro, el lazo del hombre de lentes
ahumados, el magnífico plan de Hamadrías con la catástrofe final, y el
profundo sueño que acometió luego a la yarará hasta una hora antes de llegar.
-Resultado
-concluyó- dos hombres fuera de combate, y de los más peligrosos. Ahora no nos
resta más que eliminar a los que quedan.
-¡O a los
caballos! -dijo Hamadrías.
-¡O al perro!
-agregó la Ñacaniná.
-Yo creo que a los
caballos -insistió la cobra real-. Y me fundo en esto: mientras queden vivos
los caballos, un solo hombre puede preparar miles de tubos de suero con los
cuales se inmunizarán contra nosotras. Raras veces, ustedes lo saben bien, se
presenta la ocasión de morder una vena... como ayer. Insisto, pues, en que
debemos dirigir todo nuestro ataque contra los caballos. ¡Después veremos! En
cuanto al perro -concluyó con una mirada de reojo a la Ñacaniná-, me parece
despreciable.
Era evidente que
desde el primer momento la serpiente asiática y la Ñacaniná indígena habíanse
disgustado mutuamente. Si la una en su carácter de animal venenoso,
representaba un tipo inferior para la Cazadora, esta última, a fuer de fuerte y
ágil, provocaba el odio y los celos de Hamadrías. De modo que la vieja y tenaz
rivalidad entre serpientes venenosas y no venenosas llevaba miras de exasperarse
aún más en aquel último Congreso.
-Por mi parte
-contestó Ñacaniná-, creo que caballos y hombres son secundarios en esta
lucha. Por gran facilidad que podamos tener para eliminar a unos y otros, no es
nada esta facilidad comparada con la que puede tener el perro el primer día que
se les ocurra dar una batida en forma, y la darán, estén bien seguras, antes
de veinticuatro horas. Un perro inmunizado contra cualquier mordedura, aun la de
esta señora con sombrero en el cuello -agregó señalando de costado a la cobra
real- es el enemigo más temible que podamos tener, y sobre todo si se recuerda
que ese enemigo ha sido adiestrado a seguir nuestro rastro. ¿qué opinas,
Cruzada?
No se ignora
tampoco en el Congreso la amistad singular que unía a la víbora y la culebra;
posiblemente más que amistad, era aquello una estimación recíproca de su
mutua inteligencia.
-Yo opino como Ñacaniná
-repuso-. Si el perro se pone a, trabajar, estamos perdidas.
-¡Pero adelantémonos!
-replicó Hamadrías.
-¡No podríamos
adelantarnos tanto!... Me inclino decididamente por la prima.
-Estaba segura
-dijo ésta tranquilamente.
Era esto más de
lo que podía oír la cobra real sin que la ira subiera a inundarle los
colmillos de veneno. -
No sé hasta qué
punto puede tener valor la opinión de esta señorita conversadora -dijo,
devolviendo a Ñacaniná su mirada de reojo-. El peligro real en esta
circunstancia es para nosotras, las Venenosas, que tenemos por negro pabellón a
la Muerte. Las culebras saben bien que el hombre no las teme, porque son
completamente incapaces de hacerse temer.
-¡He aquí una
cosa bien dicha! -dijo una voz que no había sonado aún.
Hamadrías se
volvió vivamente, porque en el tono tranquilo de la voz había creído notar
una vaguísima ironía, y vio dos grandes ojos brillantes que la miraban
apaciblemente.
-¿A mí me
hablas? -preguntó con desdén.
-Sí, a ti -repuso
mansamente la interruptora-. Lo que has dicho está empapado en profunda verdad.
La cobra real
volvió a sentir la ironía anterior, y como por un presentimiento, midió a la
ligera con la vista el cuerpo de su interlocutora, arrollada en la sombra.
-¡Tú eres
Anaconda!
-¡Tú lo has
dicho! -repuso aquélla inclinándose. Pero la Ñacaniná quería de una vez por
todas aclarar las cosas.
-¡Un instante!
-exclamó.
-¡No! -interrumpió
Anaconda-. Permíteme, Ñacaniná. Cuando un ser es bien formado, ágil, fuerte
y veloz, se apodera de su enemigo con la energía de nervios y músculos que
constituye su honor, como el de todos los luchadores de la creación. Así cazan
el gavilán, el gato onza, el tigre, nosotras, todos los seres de noble
estructura. Pero cuando se es torpe, pesado, poco inteligente e incapaz, por lo
tanto, de luchar francamente por la vida, entonces se tiene un par de colmillos
para asesinar a traición, como esa dama importada que nos quiere deslumbrar con
su gran sombrero.
En efecto, la
cobra real, fuera de sí, había dilatado el monstruoso cuello para lanzarse
sobre la insolente. Pero también el Congreso entero se había erguido
amenazador al ver esto.
-¡Cuidado!
-gritaron varias a un tiempo-. ¡El Congreso es inviolable!
-¡Abajo el capuchón!
-alzóse Atroz, con los ojos hechos ascua.
Hamadrías se
volvió a ella con un silbido de rabia.
-¡Abajo el capuchón!
-se adelantaron Urutú Dorado y Lanceolada.
Hamadrías tuvo un
instante de loca rebelión, pensando en la facilidad con que hubiera destrozado
una tras otra a cada una de sus contrincantes. Pero ante la actitud de combate
del Congreso entero, bajó el capuchón lentamente.
-¡Está bien!
-silbó- Respeto el Congreso. Pero pido que cuando se concluya... ¡no me
provoquen!
-Nadie te provocará
-dijo Anaconda.
La cobra se volvió
a ella con reconcentrado odio:
-¡Y tú menos que
nadie, porque me tienes miedo!
-¡Miedo yo!
-contestó Anaconda, avanzando.
-¡Paz, paz!
-clamaron todas de nuevo-. ¡Estamos dando un pésimo ejemplo! ¡Decidamos de
una vez lo que debemos hacer!
-Sí, ya es tiempo
de esto -dijo Terrífica-. Tenemos dos planes a seguir: el propuesto por Ñacaniná,
y el de nuestra aliada. ¿Comenzamos el ataque por el perro, o bien lanzamos
todas nuestras fuerzas contra los caballos?
Ahora bien, aunque
la mayoría se inclinaba acaso a adoptar el plan de la culebra, el aspecto, tamaño
e inteligencia demostrada por la serpiente asiática había impresionado
favorablemente al Congreso en su favor. Estaba aún viva su magnífica combinación
contra el personal del Instituto; y fuera lo que pudiere ser su nuevo plan, es
lo cierto que se le debía ya la eliminación de dos hombres. Agréguese que,
salvo la Ñacaniná y Cruzada, que habían estado ya en campaña, ninguna se había
dado cuenta del terrible enemigo que había en un perro inmunizado y rastreador
de víboras. Se comprenderá así que el plan de la cobra real triunfara al fin.
Aunque era ya muy
tarde, era también cuestión de vida o muerte llevar el ataque en seguida, y se
decidió partir sobre la marcha.
-¡Adelante, pues!
-concluyó la de cascabel-. ¿Nadie tiene nada más que decir?
-¡Nada.. .! -gritó
la Ñacaniná-, ¡sino que nos arrepentiremos!
Y las víboras y
culebras, inmensamente aumentadas por los individuos de las especies cuyos
representantes salían de la caverna, lanzáronse hacia el Instituto.
-¡Una palabra!
-advirtió aún Terrífica-. ¡Mientras dure la campaña estamos en Congreso y
somos inviolables las unas para las otras! ¿Entendido?
-¡Sí, sí, basta
de palabras! -silbaron todas.
La cobra real, a
cuyo lado pasaba Anaconda, le dijo mirándola sombríamente;
-Después...
-¡Ya lo creo! -la
cortó alegremente Anaconda, lanzándose como una flecha a la vanguardia.
X
El personal del
Instituto velaba al pie de la cama del peón mordido por la yarará. Pronto debía
amanecer. Un empleado se asomó a la ventana por donde entraba la noche caliente
y creyó oír ruido en uno de los galpones. Prestó oído un rato y dijo:
-Me parece que es
en la caballeriza... Vaya a ver Fragoso.
El aludido encendió
el farol de viento y salió, en tanto que los demás quedaban atentos, con el oído
alerto.
No había
transcurrido medio minuto cuando sentían pasos precipitados en el patio y
Fragoso aparecía, pálido de sorpresa.
-¡La caballeriza
está llena de víboras! -dijo.
-¿Llena? -preguntó
el nuevo jefe-. ¿Qué es eso? ¿Qué pasa?
-No sé...
-Vayamos...
Y se lanzaron
afuera.
-¡Daboy! ¡Daboy!
-llamó el jefe al perro que gemía soñando bajo la cama del enfermo. Y
corriendo todos entraron en la caballeriza.
Allí, a la luz
del farol de viento, pudieron ver al caballo y a la mula debatiéndose a patadas
contra sesenta u ochenta víboras que inundaban la caballeriza. Los animales
relinchaban y hacían volar a coces los pesebres; pero las víboras, como si las
dirigiera una inteligencia superior, esquivaban los golpes y mordían con furia.
Los hombres, con
el impulso de la llegada, habían caído entre ellas. Ante el brusco golpe de
luz, las invasoras se detuvieron un instante, para lanzarse en seguida silbando
a un nuevo asalto, que, dada la confusión de caballos y hombres, no se sabía
contra quién iba dirigido.
El personal del
Instituto se vio así rodeado por todas partes de víboras. Fragoso sintió un
golpe de colmillos en el borde de las botas, a medio centímetro de su rodllla,
y descargó su vara -vara dura y flexible que nunca falta en una casa de bosque-
sobre al atacante. El nuevo director partió en dos a otra, y el otro empleado
tuvo tiempo de aplastar la cabeza, sobre el cuello mismo del perro, a una gran víbora
que acababa de arrollarse con pasmosa velocidad al pescuezo del animal.
Esto pasó en
menos de diez segundos. Las varas caían con furioso vigor sobre las víboras
que avanzaban siempre, mordían las botas, pretendían trepar por las piernas. Y
en medio del relinchar de los caballos, los gritos de los hombres, los ladridos
del perro y el silbido de las víboras, el asalto ejercía cada vez más presión
sobre los defensores, cuando Fragoso, al precipitarse sobre una inmensa víbora
que creyera reconocer, pisó sobre un cuerpo a toda velocidad, y cayó, mientras
el farol, roto en mil pedazos, se apagaba.
-¡Atrás! -gritó
el nuevo director-. ¡Daboy, aquí!
Y saltaron atrás,
al patio, seguidos por el perro, que felizmente había podido desenredarse de
entre la madeja de víboras.
Pálidos y
jadeantes, se miraron.
-Parece cosa del
diablo... -murmuró el jefe-. Jamás he visto cosa igual... ¿qué tienen las víboras
de este país? Ayer, aquella doble mordedura, como matemáticamente combinada...
Hoy... Por suerte ignoran que nos han salvado a los caballos con sus
mordeduras... Pronto amanecerá, y entonces será otra cosa.
-Me pareció que
allí andaba la cobra real -dejó caer Fragoso, mientras se ligaba los músculos
doloridos de la muñeca.
-Si -agregó el
otro empleado-. Yo la vi bien... Y Daboy, ¿no tiene nada?
-No; muy
mordido... Felizmente puede resistir cuanto quieran.
Volvieron los
hombres otra vez al enfermo, cuya respiración era mejor. Estaba ahora inundado
en copiosa transpiración.
-Comienza a
aclarar -dijo el nuevo director, asomándose a la ventana-. Usted, Antonio, podrá
quedarse aquí. Fragoso y yo vamos a salir.
-¿Llevamos los
lazos? -preguntó Fragoso. -¡Oh, no! -repuso el jefe, sacudiendo cabeza-. Con
otras víboras, las hubiéramos cazado a todas en un segundo. Estas son
demasiado singulares. Las varas y, a todo evento, el machete.
XI
No singulares,
sino víboras, que ante un inmenso peligro sumaban la inteligencia reunida de
las especies, era el enemigo que había asaltado el Instituto Seroterápico.
La súbita
oscuridad que siguiera al farol roto había advertido a las combatientes el
peligro de mayor luz y mayor resistencia. Además, comenzaban a sentir ya en la
humedad de la atmósfera la inminencia del día.
-Si nos quedamos
un momento más -exclamó Cruzada-, nos cortan la retirada. ¡Atrás!
-¡Atrás, atrás!
-gritaron todas. Y atropellándose, pasándose las unas sobre las otras, se
lanzaron al campo. Marchaban en tropel , espantadas, derrotadas, viendo con
consternación que el día comenzaba a romper a lo lejos.
Llevaban ya veinte
minutos de fuga cuando un ladrido claro y agudo, pero distante aún, detuvo a la
columna jadeante.
-¡Un instante!
-gritó Urutú Dorado-. Veamos cuántas somos, y qué podemos hacer.
A la luz aún
incierta de la madrugada examinaron sus fuerzas. Entre las patas de los caballos
habían quedado dieciocho serpientes muertas, entre ellas las dos culebras de
coral. Atroz había sido partida en dos por Fragoso, y Drimobia yacía allá con
el cráneo roto, mientras estrangulaba al perro. Faltaban además Coatiarita,
Radínea y Boipeva. En total, veintitrés combatientes aniquilados. Pero las
restantes, sin excepción de una sola, estaban todas magulladas, pisadas,
pateadas, llenas de polvo y sangre entre las escamas rotas.
-He aquí el éxito
de nuestra campaña -dijo amargamente Ñacaniná, deteniéndose un instante a
restregar contra una piedra su cabeza-. ¡Te felicito, Hamadrías!
Pero para sí sola
se guardaba lo que había oído tras la puerta cerrada de la caballeriza, pues
había salido la última. ¡En vez de matar, habían salvado la vida a los
caballos, que se extenuaban precisamente por falta de veneno!
Sabido es que para
un caballo que se está inmunizando, el veneno le es tan indispensable para su
vida diaria como el agua misma, y muere si le llega a faltar.
Un segundo ladrido
de perro sobre el rastro sonó tras ellas.
-¡Estamos en
inminente peligro! -gritó Terrífica-. ¿Qué hacemos?
-¡A la gruta!
-clamaron todas, deslizándose a toda velocidad.
-¡Pero, están
locas! -gritó la Ñacaniná, mientras corría-, ¡Las van a aplastar a todas!
¡Van a la muerte! Oíganme: ¡desbandémonos!
Las fugitivas se
detuvieron, irresolutas. A pesar de su pánico, algo les decía que el desbande
era la única medida salvadora, y miraron alocadas a todas partes. Una sola voz
de apoyo, una sola, y se decidían.
Pero la cobra
real, humillada, vencida en su segundo esfuerzo de dominación, repleta de odio
para un país que en adelante debía serle eminentemente hostil, prefirió
hundirse del todo, arrastrando con ella a las demás especies.
-¡Está loca Ñacaniná!
-exclamó-. ¡A la caverna!
-¡Sí, a la
caverna! -respondió la columna despavorida, huyendo-. ¡A la caverna!
La Ñacaniná vio
aquello y comprendió que iban a la muerte. Pero viles, derrotadas, locas de pánico,
las víboras iban a sacrificarse, a pesar de todo. Y con una altiva sacudida de
lengua, ella, que podía ponerse impunemente a salvo por su velocidad, se dirigió
como las otras directamente a la muerte.
Sintió así un
cuerpo a su lado, y se alegró al reconocer a Anaconda.
-Ya ves -le dijo
con una sonrisa- a lo que nos ha traído la asiática.
-Sí, es un mal
bicho... -murmuró Anaconda, mientras corrían una junto a otra.
-¡Y ahora las
lleva a hacerse masacrar todas juntas!...
-Ella, por lo
menos- advirtió Anaconda con voz sombría-, no va a tener ese gusto...
Y ambas, con un
esfuerzo de velocidad, alcanzaron a la columna.
Ya habían
llegado.
-¡Un momento! -Se
adelantó Anaconda, cuyos ojos brillaban-. Ustedes lo ignoran, pero yo lo sé
con certeza, que dentro de diez minutos no va a quedar viva una de nosotras. El
Congreso y sus leyes están, pues, ya concluidos. ¿No es eso, Terrífica?
Se hizo un largo
silencio.
-Sí -murmuró
abrumada Terrífica-. Está concluido...
-Entonces
-prosiguió Anaconda volviendo la cabeza a todos lados-, antes de morir
quisiera... ¡Ah, mejor así! -concluyó satisfecha al ver a la cobra real que
avanzaba lentamente hacia ella.
No era aquél
probablemente el momento ideal para un combate. Pero desde que el mundo es
mundo, nada ni la presencia del Hombre sobre ellas podrá evitar que una
Venenosa y una Cazadora solucionen sus asuntos particulares.
El primer choque
fue favorable a la cobra real: sus colmillos se hundieron hasta la encía en el
cuello de Anaconda. Esta, con la maravillosa maniobra de las boas de devolver en
ataque una cogida casi mortal, lanzó su cuerpo adelante como un látigo y
envolvió en él a la Hamadrías, que en un instante se sintió ahogada. La boa,
concentrando toda su vida en aquel abrazo, cerraba progresivamente sus anillos
de acero; pero la cobra real no soltaba presa. Hubo aún un instante en que
Anaconda sintió crujir su cabeza entre los dientes de la Hamadrías. Pero logró
hacer un supremo esfuerzo, y este postrer relámpago de voluntad decidió la
balanza a su favor. La boca de la cobra, semiasfixiada, se desprendió babeando,
mientras la cabeza libre de Anaconda hacia presa en el cuerpo de la Hamadrías.
Poco a poco,
segura del terrible abrazo con que inmovilizaba a su rival, su boca fue subiendo
a lo largo del cuello, con cortas y bruscas dentelladas, en tanto que la cobra
sacudía desesperada la cabeza. Los 96 agudos dientes de Anaconda subían
siempre, llegaron al capuchón, treparon, alcanzaron la garganta, subieron aún,
hasta que se clavaron por fin en la cabeza de su enemiga, con un sordo y larguísimo
crujido de huesos masticados.
Ya estaba
concluido. La boa abrió sus anillos, y el macizo cuello de la cobra se escurrió
pesadamente a tierra, muerta.
-Por lo menos
estoy contenta... -murmuró Anaconda, cayendo a su vez exánime sobre el cuerpo
de la asiática.
Fue en ese
instante cuando las víboras oyeron a menos de cien metros el ladrido agudo del
perro.
Y ellas, que diez
minutos antes atropellaban aterradas la entrada de la caverna, sintieron subir a
sus ojos la llamarada salvaje de la lucha a muerte por la selva entera.
-¡Entremos!
-agregaron, sin embargo, algunas.
-¡No, aquí! ¡Muramos
aquí! -ahogaron todas con sus silbidos. Y contra el murallón de piedra que les
cortaba toda retirada, el cuello y la cabeza erguidos sobre el cuerpo arrollado,
los ojos hechos ascua, esperaron.
No fue larga su
espera. En el día aún lívido y contra el fondo negro del monte, vieron surgir
ante ellas las dos altas siluetas del nuevo director y de Fragoso, reteniendo en
traílla al perro, que, loco de rabia, se abalanzaba adelante.
-¡Se acabó! ¡Y
esta vez definitivamente! -murmuró Ñacaniná, despidiéndose- con esas seis
palabras de una vida bastante feliz, cuyo sacrificio acababa de decidir. Y con
un violento empuje se lanzó al encuentro del perro, que, suelto y con la boca
blanca de espuma, llegaba sobre ellas. El animal esquivó el golpe y cayó
hirioso sobre Terrifica, que hundió los colmillos en el hocico del perro. Daboy
agitó furiosamente la cabeza, sacudiendo en el aire a la de cascabel; pero ésta
no soltaba.
Neuwied aprovechó
el instante para hundir los colmillos en el viente del animal; mas también en
ese momento llegaban los hombres. En un segundo Terrífica y Neuwied cayeron
muertas, con los riñones quebrados.
Urutú Dorado fue
partida en dos, y lo mismo Cipó. Lanceolada logró hacer presa en la lengua del
perro; pero dos segundos después caía tronchada en tres pedazos por el doble
golpe de vara, al lado de Esculapia.
El combate, o más
bien exterminio, continuaba furioso, entre silbidos y roncos ladridos de Daboy,
que estaba en todas partes. Cayeron una tras otra, sin perdón -que tampoco pedían-,
con el cráneo triturado entre las mandíbulas del perro o aplastadas por los
hombres. Fueron quedando masacradas frente a la caverna de su último Congreso.
Y de las últimas cayeron Cruzada y Ñacaniná.
No quedaba una ya.
Los hombres se sentaron, mirando aquella total masacre de las especies,
triunfantes un día. Daboy, jadeando a sus pies, acusaba algunos síntomas de
envenenamiento, a pesar de estar poderosamente inmunizado. Había sido mordido
64 veces.
Cuando los hombres
se levantaban para irse, se fijaron por primera vez en Anaconda, que comenzaba a
revivir
-¿Qué hace esta
boa por aquí? -dijo el nuevo director-, No es éste su país. A lo que parece;
ha trabado relación con la cobra real, y nos ha vengado a su manera. Si
logramos salvarla haremos una gran cosa, porque parece terriblemente envenenada.
Llevémosla. Acaso un día nos salve a nosotros de toda esta chusma venenosa.
Y se fueron,
llevando en un palo que cargaban en los hombros, a Anaconda, que, herida y
exhausta de fuerzas, iba pensando en Ñacaniná, cuyo destino, con un poco menos
de altivez, podía haber sido semejante al suyo.
Anaconda no murió.
Vivió un año con los hombres, curioseando y observándolo todo, hasta que una
noche se fue. Pero la historia de este viaje remontando por largos meses el
Paraná hasta más allá del Guayra, más allá todavía del golfo letal donde
el Paraná toma el nombre de río Muerto -la vida extraña que llevó Anaconda y
el segundo viaje que emprendió por fin con sus hermanos sobre las aguas sucias
de una gran inundación-, toda esta historia de rebelión y asalto de camalotes,
pertenece a otro relato.
Fin.
Aysss mi niña me ha gustado mucho el relato y espro la siguiente parte ehhhhhh!!
ResponderEliminarUn besote enorme mi mimosita bella
Me alegro que te haya gustado cielo, buscaré a ver si lo encuentro jajaja.
ResponderEliminarBesos preciosa. Buen descanso.